miércoles, 21 de diciembre de 2011

Nicaragüita Vol II



 
 

















Como os contaba en el anterior post, en la Laguna de Apoyo conocí a Edgar que se convertiría en mi nuevo compadre de batallas durante los días siguientes.

El punto de encuentro fue el parque central de Granada. A la vieja usanza. Sin móviles, sin más. Quedamos en encontrarnos a las 11h en el primer carruaje de la plaza. ¿Os acordáis cuando las citas eran, a dos semanas vista, en un punto y hora concretos? Sin móviles, Facebook, Whats’ up, mails, Twiter, etc.

Nuestro siguiente destino sería la isla de Ometepe. Desde ya os digo que es uno de los puntos  fuertes de todo mi viaje. Juraría que quedó finalista para ser una de las ocho nuevas maravillas del mundo. En mi opinión, es una de las más bellas que se haya cruzado en mi camino.

Para que se hagan una idea, Ometepe es una isla situada en el lago Nicaragua y está formada por dos volcanes, el Maderas y el Concepción.

El primer día nos alquilamos unas bicicletas y, al estilo verano azul, entre sonrisas y a base de “ooooooohhhhhhh, que bonito”” nos cruzamos la mitad de la isla en un día entero.
Durante la travesía nos paramos en el Ojo de Agua, uno de los principales atractivos de la isla. Consiste en una piscina natural, cristalina, en la que disfrutar de un baño entre aguas volcánicas. Una maravilla, vaya.

Muchos de los visitantes ansían por subir uno de los dos volcanes. Edgar y yo, decidimos no subir ninguno de ellos y, en cambio, fuimos hacia la cascada situada en el volcán Maderas. Unos 18 km de caminata en una pendiente considerable. Sin lugar a dudas compensó todo el esfuerzo. 

Al llegar nos dio la bienvenida una cascada con un recorrido de 200 metros, con toda probabilidad la más grande que haya visto hasta la fecha.

La última noche en Ometepe la pasamos en la hacienda Mérida. Disfrutamos mucho de la comida 
a base de pan artesanal, hamburguesa vegetariana y un zumo riquísimo de sandía, así como del atardecer con vistas de lujo al volcán y una de las mejores puestas de sol que he visto jamás. 
Lástima que unos bichitos, cuyo nombre ni recuerdo, me dejaron un gran recorrido de picaduras en mis dos piernas.

Salimos de Ometepe dirección San Juan del Sur. Nos os contaré mucho más de lo que ya os conté en el post que dediqué al surf. En San Juan del Sur me despedí de Edgar que prosiguió su viaje hacia el sur.

Me hospedé en el Casa de Oro, un hostal ok para backpackers, donde conocí a Chris y Thomas… dos grandes y locos noruegos con los que quemamos más de una noche san juarense (¿se dirá así?).

También se cruzaron un grupo de voluntarios. Nicaragua, en especial Granada, es uno de los países dónde hay más voluntarios y cooperantes. Uno de ellos me caló de manera especial. Félix, alias “el hostias”.

A los dos se nos metió entre ceja y ceja hacernos con una hamaca nica. Fuimos para el mercado de Masaya. Los locales, y también las guías, recomiendan una visita. Tiene un encanto especial; entre callejones, tiendecitas y suvenires uno termina por comprar más de la cuenta, cosas que luego no sabemos ni dónde poner.

Tengo la teoría que muchas de las cosas que puedes comprar en este mercado, cuando las sacas de su contexto habitual, terminan por ser feas de cojones.

En fin, finalmente nos hicimos con nuestra hamaca y nos fuimos a una peculiar terraza en el parque central de Masaya donde nos tomamos un zumo natural.

Llegados a este punto les diré que andaba absolutamente enamorado del país. Su gente, los amigos que hice, el surf, las playas, sus puestas de sol, su ron… todo muy difícil de superar.

Proseguí hacia el norte. Llegué a León. Los días en la ciudad fueron absolutamente distintos a los anteriores. Me dediqué a descansar, pasear por sus calles muy tranquilamente y conversar con los locales.

León es una ciudad colonial repleta de historia. Muchos la comparan con Granada. En mi opinión, me fascinó mucho más Granada. Aunque esto es solo cuestión de gustos.

Desde León traté de ir a buscar olas a la playa de Poneyola. Sin suerte y tras pernoctar una noche, volví a León para agarrar un bus dirección Honduras.

Esto se lo cuento en el siguiente capítulo.

Les echo mucho de menos pero no tanto como para volver.

Love

Willy 




miércoles, 14 de diciembre de 2011

El terremoto














Desde que estoy en  tierras latinoamericanas no han parado de ocurrirme millones de cosas nuevas, día tras día he descubierto nuevos recovecos donde dejar caer mis huesos por un rato.

Durante mi breve estancia por estos lares, me ha quedado claro que aquí la tierra sigue viva, arde, se mueve, huele, vuela… todo lo que puedan imaginarse.

En la esquina menos pensada brota una enorme cascada de aguas cristalinas. Los árboles selváticos son tan grandes que ni con el  esfuerzo de cinco personas lograríamos abrazar su tronco. El verde reluce con honra. La lluvia, cuando cae, cae de verdad. Litros y litros de agua hacen que rebroten árboles y plantas por doquier. Volcanes que, con orgullo, a base de fumarolas, pequeñas piscinas de lodo hirviendo,  lluvias nocturnas de lava, nos recuerdan que debajo de la tierra hay mucho que decir.  Un servidor lo escuchó;  sin quemarse, claro.  

Cuando ya daba por concluido el viaje y me disponía a disfrutar de las últimas dos semanas en el Defectuoso, justo a mi llegada, la ciudad me dio una bienvenida a lo grande.

Estábamos en casa. El día fue agotador pero estaba feliz. Habíamos disfrutado de una bonita velada en el mercado de San Ángel, coreamos los goles del Barça en una cantina mexicana y hasta nos quedó algo de energía para dar una vuelta por Coyoacán.

Al llegar a casa nos pusimos cómodos. Yo vestía unos pantalones de Ri, estilo cagado y de color rosa con un estampado de flores. Aunque no lo crean ese detalle es importante para el desarrollo de esta historia.

Estaba sentado en el sofá y, de repente, el suelo empezó a temblar. Al principio no fui consciente de nada. Ri, en tono de “bronca doméstica”, me dijo: “oye… ¿qué haces con el suelo?”. Yo, con cara de no saber qué ocurría, le respondí: “Vida… ¿con el suelo?. Ri, cual profesional, sin mediar palabra, se fue directa al marco de la puerta de la cocina al son de: “Cariño ven paracá que esto es un terremoto!!!”. Pueden imaginarse mi cara, blanca. Me levanté del sofá y fue cuando me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Primero la casa botó. Putrum, putrum. Luego se movió, derecha, izquierda, derecha, izquierda; como si fuera papel de fumar. Escuchábamos a los vecinos que salían a la calle. No sé ni cómo, se me ocurrió agarrar un par de abrigos, el teléfono y las llaves de casa. Entonces fue cuando seguimos la mítica de, dónde va Vicente va la gente.

Imaginen mis pintas: pantalones rosas cagados con flores estampadas, zapatillas de andar por casa y cara susto.  Justifiqué mi imagen a los vecinos que me miraban raro. Primero por mis pintas, segundo por mi jeto y tercero por mi falta de profesionalidad sísmica.

Acá, en México, todo el mundo sabe de placas tectónicas, de movimientos geológicos, incluso de grados Richter. Los mexicanos saben qué hacer y qué no hacer en situación de emergencia. Como mediterráneo de pro, lo más cerca que he estado de un terremoto fue la peli en la que Bruce Willis termina salvando al mundo de un meteorito. Un meteorito que de impactar con la tierra hubiera provocado el más grande de los terremotos; sin venir a cuento les diré que con esa peli se derrumbaron algunas lágrimas. ¿Acaso no han llorado ustedes jamás con una película de aires mainstream?

En el punto de encuentro (el patio trasero del condominio), la gente comentaba que, con toda probabilidad, este había sido el sismo más fuerte que se recordaba desde aquel famoso y trágico ocurrido en el ‘85 que derribó todo el centro de la ciudad de México.

Aún hubo una pequeña replica en la que el suelo volvió a temblar. Fue en este punto, cuando por una milésima de segundo, pensé en la posibilidad de que el suelo se viniera abajo. Vi heridos, edificios cayendo, sangre, gritos, nervios. Coño, entiéndanme, el suelo temblaba. ¿Cuántas veces han sentido ustedes esto?

Por fortuna todo quedó en un susto,  una historia más que contar a mis nietos. Sí, seguramente será de esas que repetiré una y otra vez. ¿Os he contado que el sábado 10 de diciembre de 2011, a las 19h47, fui testigo de uno de los terremotos más fuertes que han sacudido el DF?

Como dato, el terremoto que derrumbó la ciudad de Lorca fue de 4,5 en la escala de Richter y el que nos sacudió en el DF fue de 6,8. Cualquier ciudad en España que temblara con esa intensidad, con toda probabilidad, caería a trozos. Por suerte en el DF, hace años, aprendieron la lección y los edificios han demostrado estar preparados para un sismo de estas características.

Ustedes no sufran. En la otra parte del Atlántico, a priori, es prácticamente imposible que suceda un tembleque de estas dimensiones.

¿Están ustedes preparados para el regreso del tornado?

Os echo mucho de menos pero no tanto como para volver

Love

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Mi nicaragüita. Vol I









Qué fácil es amar un país cuando este te procura cariño, carantoñas y dulces palabras constantemente. Qué fácil es amarlo cuando sus parajes sudan historia y afecto. Qué fácil es amarlo cuando su gente te regala el doble de lo que das y te cuida como si fueras uno de ellos.
Nicaragua rebosa amor y yo me estoy aprovechando de ello. Bien visto, ambos….estoy extremadamente in love y, sin querer, a cada esquina que cruzo, regalo mi sonrisa.
En sí es un buen trato. Humilde y gratificante simbiosis.
En el aeropuerto del Salvador, camino a Nica, conocí a Jonathan, mi primer Nica. Ambos nos colamos en la zona VIP de nuestra compañía aérea. Tratamos de bebernos todo el ron de la terminal; ya saben, cuando se abre la barra libre uno siempre perjudica un poco más de la cuenta su riñón y bebe y come lo que en una ocasión normal no haría, poseído de un endemoniado sin fin en búsqueda de comida que, en ocasiones, ni nos gusta, pero ¡aaahhhh! es gratis y hay que aprovechar.
A Managua llegué a las 22h de la noche. Jonathan me acercó en su coche a mi hotel. En Managua uno debe procurar andar con mil ojos. Sin lugar a dudas es la selva urbana más peligrosa con la que jamás me haya cruzado. Imaginen. Acababa de llegar al país y necesitaba moneda local. La del hotel me dijo que de ir al cajero tenía un 80% de posibilidades de volver sin plata y sin calzones. Decidí no dejarme llevarme por la constante paranoia que viven los lugareños. Nunca negaré que no sea justificada. En todo caso, durante el camino, percibí miedo. Traté de andar firme y con decisión y con una atenta mirada a mis espaldas y con otra a la siguiente esquina.
Las calles de Managua no tienen nombre, están sucias, se palpa extrema pobreza y se respira paranoia todo el tiempo. Solo os diré que, con solo pronunciar su nombre a la gente se le cambia la cara.
Rían llegaba por la noche así que me las arreglé con un taxista para ir a recogerla e ir directamente a Granada y ahorrarle Managua.
Desde hacía días andaba nervioso, soñando con el reencuentro. No nos veíamos físicamente desde el 15 de Agosto y andábamos a finales de Octubre, pueden hacerse una idea, ¿verdad?
Y al fin ocurrió, fue una maravilla. Entre lágrimas, besos, abrazos fuimos directos para Granada.
Granada es una ciudad colonial, junto con León, las dos más bonitas del país. Colores, decadencia, más colores, iglesias, patios a la andaluza, con su centro neurálgico y sus calles repletas de historias.
El primer día lo invertimos en tocar y caminar la ciudad que tan buena onda nos había dado por la noche. Subimos a la iglesia de la Merced y nos dejamos llevar por las alturas granadinas, andamos por la calle de la Calzada y bajamos hasta el río para programar nuestra visita a las isletas.
El día siguiente cerramos un trato fabuloso y nos dimos un paseo en barca por las isletas granadinas. Es un must see, uno de esos que hay que ver aunque no es grave perderse, me siguen, ¿verdad?
De Granada partimos hacia la laguna de Apoyo. Situada en el cráter de un volcán.
Nos alojamos en la habitación más bonita del hotel Monkey Hut, el lujo estaba plenamente justificado. Disfrutamos de un refrescante baño y uno de los mejores despertares de mi vida al son de miles y miles de distintas especies animales: monos, pájaros, insectos que al mezclarse producían una sinfonía perfecta para empezar el día.
En la laguna hicimos una buena caminata hacia uno de los llamados pueblos blancos, Catarina, famoso por gozar de las mejores vistas de la laguna.
El resto de tiempo lo invertimos en darnos todo el cariño que no podemos vía Skype y What’s up. Al fin, fueron 5 días maravillosos, al lado de la cosica que más quiero en el mundo.
En la misma laguna conocí a Edgar, quedamos a las 11h de la mañana para irnos hacia Ometepe, pero esto os lo cuento en el siguiente capítulo.
Os echo mucho de menos pero no tanto como para volver.

Love

Willy

Tupiza, Uyuni y coctel emocional






















De las minas de Potosí nos trasladamos a Tupiza en búsqueda de relax y de nuevos paraísos con los que alimentar nuestras páginas en blanco.
El trayecto lo realizamos, sin duda, en uno de los peores autobuses en los que he montado jamás. Ocho horas encerrados en un bus con unos asientos más bien justos, sin baño, con 10.000 millones de olores que danzando, entremezclándose y formando un desagradable tufo.
La ventaja de viajar en un autobús nocturno es que te ahorras una noche de hotel mientras avanzas metros; la desventaja es que descansas más bien poco, sobre todo si eres de mal dormir como un servidor.
En Tupiza se nos unió un singular viajero. Uno de esos hippies de sesenta y tantos, yanqui, que aún continúa creyendo en la marihuana como modo de vida y piensa que los celulares y el Facebook los carga el diablo.
Pasamos la primera noche en un hostal que luego desertamos hasta llegar al hotel Mutri: 5,5€, con piscina, desayuno y el único sitio del pueblo con Wi-Fi y con la mejor agencia de viajes.
Un día entero lo dedicamos a tomar el sol, pinchar música y relajarnos a base de cerveza y chapuzones a 3000 metros de altura.
Al día siguiente hicimos un triatlón, un paseo en jeep visitando los alrededores de Tupiza, un paseo en caballo y un descenso en bicicleta. Todo espectacular y muy divertido por solo 20 euros.
Allí fue dónde conocimos a Skip y Sarah, nuestros compañeros en el tour hacia el Salar de Uyuni. Pero antes hicimos una cena con toda la troupe que fuimos formando desde Potosí; un delicioso churrasco, rociado de un vino boliviano, nada espectacular pero que a mí me supo a gloria señores.
Al día siguiente a las 9h ya estábamos listos para andar, 4 días y 3 noches de desconexión total. Nos esperaban paisajes de órdago, buena onda, camaradería, miles de flamencos y mucho, pero mucho frío.
Desde el principio nos tomamos las osas con mucha calma. Decidimos degustar cada parada como si fuera la última, regalándonos el tiempo necesario para explorar los rincones y tratar de sacar la mejor fotografía posible.
Uno de las experiencias más preciosas del primer día fue la interacción que tuvimos en una escuela de un pueblo perdido en medio del desierto. Un servidor repasó diferentes tipos de alimentos con los chavales, Andy improvisó una clase de Geografía y con Skip y Sarah nos curramos una sesión de gimnasia.
La ternura, la pasión, la bondad y la ilusión que es capaz de regalarte un pequeñajo son impagables.
La tarde también terminó por ser movidita; acabamos jugando un partido de fútbol con los niños locales del pueblo en el que pernoctamos. La verdad es que duramos bien poco. Correr detrás del balón a 4000 metros de altura no es precisamente moco de pavo.
El siguiente día nos esperaba la jornada más larga de todas, repleta de deliciosos paisajes, entre ellos la laguna verde, el desierto de Dalí, miles de flamencos y cuando digo miles no se piensen que me dejo llevar por la intensa exageración en la que a menudo me inmiscuyo.
El regalo del día fue un caluroso baño en aguas termales a 5000 metros de altura.
Por la noche destapamos alguna cerveza y vino, y brindamos en honor del que hubiera sido el 60 aniversario de mi madre.
El tercer día seguimos maravillados entre constantes cambios de paisaje, con los ojos abiertos como platos entre la Laguna Colorada, el desierto de Siloli, donde se halla el famoso árbol de piedra, y finalizamos en un mini salar, salar de Chiguana que nos sirvió como aperitivo del inmenso salar de Uyuni.
La última noche tuvo lugar en un hotel construido enteramente de sal.
Andábamos exhaustos y excitados a la par. Debíamos despertarnos a las 4h para disfrutar con la salida del sol y gozar el salar a pleno pulmón. Fue sin lugar a dudas uno de los puntos fuertes del viaje. Jugamos con el efecto fotográfico que causa el blanco e hicimos alrededor de 300 fotos en cuestión de minutos. En el salar puedes escuchar un silencio precioso y acariciar unas vistas únicas en el mundo.
Recuerdo con máximo cariño la despedida con Andy. Nervios a flor de piel y mucho amor de por medio se cruzaron en un mar de lágrimas. Bye bye bro. Bye bye Sky y Sarah. Love u all ¡!
En la paz pasé 3 días, uno de ellos lo dediqué entero a una visita de urgencias en la cruz roja. En Tupiza tuve una caída de las tontas en la piscina que tras especulaciones bien feas apuntaba a una rotura de una costilla. Por suerte terminé con una aguja enorme clavada en mi culo y una ristra de medicamentos para calmar mi dolor.
Vi las estrellas, pero el saber que mi viaje continuaría sin problemas me alivio todo el dolor posible. Pueden imaginarse el mal rato que pasé durante el meticuloso proceso de revelado de la radiografía. Toma de foto, revelado, secado al estilo añejo…secador en mano y ffffff ffffff, así, durante 45 minutos de interminable sufrimiento.
Para curarme del susto me regalé otra visita al Chen Kang. Bolivia ha dejado marca para siempre.
Hoy voy de vuelta a Centro América. First stop: Nicaragua.
Les echo mucho de menos pero no tanto como para volver
Love
Willy

martes, 6 de diciembre de 2011

Cosas que ocurren cuando uno viaja solo.













Durante estos meses, como saben, he andado acumulando sellos en mi pasaporte. Mi viaje, de alguna manera, se ha dividido en 3 partes: la primera la hice con Rían, la segunda con Andy, puntualmente con Martí y Tria, y la última y definitiva la he realizado solo. Todas prácticamente de igual duración, 2 meses cada una de ellas.

Pero las tres han sido absoluta y totalmente distintas. No es lo mismo salir de viaje con tu pareja, con tu hermano o amigos, o solo. Viajar es viajar… sí; el fin es el mismo, pero el modo varía. En todo caso, este texto está enfocado a mi experiencia de viajar solo por las Américas.

Viajar solo tiene tanto de bueno como de malo. Lo bueno es mucho más bueno y lo malo es lo peor. ¿Cómo se come esto? se preguntarán.

Algunas de las cosas buenas es que uno decide todo el tiempo por sí mismo, no tiene que lidiar con nadie, es libre de hacer lo que de la gana. Tú eliges: derecha o izquierda, quedarse o irse, hacer o no hacer, gastar más o gastar menos, baño privado o compartido, dormitorio o habitación individual, comer aquí o comer allá, bus turístico o bus público. Ser o no ser.

Cuando uno se equivoca (aaaaaaiiiiisssss qué peligrosa palabra!!!) se come solito el marrón, al son de tú te lo guisas tú te lo comes.

Al viajar solo puedes convertirte en tu mejor amigo pero también en tu peor pesadilla. Hace tiempo escribí una frase perfecta para la ocasión: uno mismo puede ser su peor enemigo. Hoy añado: uno puede ser su mejor amigo.

Entre lo bueno de viajar solo está el hecho de no dejar de sorprenderse, dialogar consigo mismo, conocerse más. Estando solo, de repente, empiezas a saber más y más, aparecen facetas que estaban escondidas; vertientes que se intuían y rincones que ni si quiera sabías que existían salen a la luz. De pronto, uno tiene tiempo suficiente como para responder preguntas que hacía mucho tiempo, la rutina, no permitía contestar.

Otra de las oportunidades de viajar solo es que te dispones, de manera mucho más abierta, al entorno y a conocer gente. En cambio, cuando viajas en pareja o con tus amigos, por lo general, te quedas encerrado en el mundo cercano, sin traspasar las fronteras de la siguiente silla de tu autobús.

Solo todo es mucho más intenso: todo es mucho más o mucho menos. El viaje toma una dimensión diferente. Todo se magnifica.

Pero, como también decía, lo triste es mil veces más triste, la lluvia moja mucho más, la comida mala sienta mucho peor, una diarrea se convierte en la peor enfermedad posible, un simple mareo en el bus puede terminar por ser una pesadilla, un retraso en tu camino puede convertirse en un drama.

La buena noticia es que lo bueno se convierte en lo más, en lo nunca visto, en lo más exquisito. Un acierto vale el doble. En definitiva, como les decía, todo se magnifica y cualquier pequeñez crece exponencialmente.

Les contaré algunos secretos del viajante errante.

Una de las claves de viajar solo es escoger un buen hotel. Base de miles de actividades y una buena forma de conocer gente que se sume temporalmente a tu aventura.

En general, la mitad del valor que damos al sitio que uno pisa, está directamente relacionado con la relación que estableces, en aquel lugar, contigo mismo, así como con aquel o aquellos con quien lo compartes.

Un sitio puede ser millones de veces más bello si la compañía es buena y si uno está en armonía consigo mismo. Como la vida misma, ¿verdad? Armonía.

Otra de las cosas buenas de viajar solo es que uno puede decidir cuándo estarlo y cuando no. Lo malo es no poder compartir muchas de las cosas con tu pareja o tus amigos.

Recuerdo mi despedida con Andy. Mi primera noche solo en un hotel en la Paz. En ese hotel habíamos pasado las primeras noches en la ciudad, los dos juntos. Pero ahora estaba solo, mi habitación era más fría, estaba vacía. Vacía en todos los sentidos posibles. Al despertar seguía solo. Estaba yo y mi mundo. Estábamos nosotros. Recuerdo que sentí miedo. Una ciudad en la que ya había estado y que, aparentemente, tenía controlada me venía grande.

Hoy, después de un mes y medio de dar tumbos solo, me siento cómodo. He tenido grandes momentos, he conocido gente tremenda y he disfrutado mucho conmigo. He tenido momentos duros. Alguna vez incluso pensé en abandonar mi viaje invadido por pensamientos negativos, más de una vez la inseguridad ganó la partida. Les aseguro que la oscuridad en una habitación con 10 personas que uno no conoce a veces no es agradable.

Alguna que otra vez perdí el norte pero, por suerte, siempre recuperé el sur y volví a pisar tierra firme.

Les echo mucho de menos pero no tanto como para volver

Love

Willy