miércoles, 7 de diciembre de 2011

Mi nicaragüita. Vol I









Qué fácil es amar un país cuando este te procura cariño, carantoñas y dulces palabras constantemente. Qué fácil es amarlo cuando sus parajes sudan historia y afecto. Qué fácil es amarlo cuando su gente te regala el doble de lo que das y te cuida como si fueras uno de ellos.
Nicaragua rebosa amor y yo me estoy aprovechando de ello. Bien visto, ambos….estoy extremadamente in love y, sin querer, a cada esquina que cruzo, regalo mi sonrisa.
En sí es un buen trato. Humilde y gratificante simbiosis.
En el aeropuerto del Salvador, camino a Nica, conocí a Jonathan, mi primer Nica. Ambos nos colamos en la zona VIP de nuestra compañía aérea. Tratamos de bebernos todo el ron de la terminal; ya saben, cuando se abre la barra libre uno siempre perjudica un poco más de la cuenta su riñón y bebe y come lo que en una ocasión normal no haría, poseído de un endemoniado sin fin en búsqueda de comida que, en ocasiones, ni nos gusta, pero ¡aaahhhh! es gratis y hay que aprovechar.
A Managua llegué a las 22h de la noche. Jonathan me acercó en su coche a mi hotel. En Managua uno debe procurar andar con mil ojos. Sin lugar a dudas es la selva urbana más peligrosa con la que jamás me haya cruzado. Imaginen. Acababa de llegar al país y necesitaba moneda local. La del hotel me dijo que de ir al cajero tenía un 80% de posibilidades de volver sin plata y sin calzones. Decidí no dejarme llevarme por la constante paranoia que viven los lugareños. Nunca negaré que no sea justificada. En todo caso, durante el camino, percibí miedo. Traté de andar firme y con decisión y con una atenta mirada a mis espaldas y con otra a la siguiente esquina.
Las calles de Managua no tienen nombre, están sucias, se palpa extrema pobreza y se respira paranoia todo el tiempo. Solo os diré que, con solo pronunciar su nombre a la gente se le cambia la cara.
Rían llegaba por la noche así que me las arreglé con un taxista para ir a recogerla e ir directamente a Granada y ahorrarle Managua.
Desde hacía días andaba nervioso, soñando con el reencuentro. No nos veíamos físicamente desde el 15 de Agosto y andábamos a finales de Octubre, pueden hacerse una idea, ¿verdad?
Y al fin ocurrió, fue una maravilla. Entre lágrimas, besos, abrazos fuimos directos para Granada.
Granada es una ciudad colonial, junto con León, las dos más bonitas del país. Colores, decadencia, más colores, iglesias, patios a la andaluza, con su centro neurálgico y sus calles repletas de historias.
El primer día lo invertimos en tocar y caminar la ciudad que tan buena onda nos había dado por la noche. Subimos a la iglesia de la Merced y nos dejamos llevar por las alturas granadinas, andamos por la calle de la Calzada y bajamos hasta el río para programar nuestra visita a las isletas.
El día siguiente cerramos un trato fabuloso y nos dimos un paseo en barca por las isletas granadinas. Es un must see, uno de esos que hay que ver aunque no es grave perderse, me siguen, ¿verdad?
De Granada partimos hacia la laguna de Apoyo. Situada en el cráter de un volcán.
Nos alojamos en la habitación más bonita del hotel Monkey Hut, el lujo estaba plenamente justificado. Disfrutamos de un refrescante baño y uno de los mejores despertares de mi vida al son de miles y miles de distintas especies animales: monos, pájaros, insectos que al mezclarse producían una sinfonía perfecta para empezar el día.
En la laguna hicimos una buena caminata hacia uno de los llamados pueblos blancos, Catarina, famoso por gozar de las mejores vistas de la laguna.
El resto de tiempo lo invertimos en darnos todo el cariño que no podemos vía Skype y What’s up. Al fin, fueron 5 días maravillosos, al lado de la cosica que más quiero en el mundo.
En la misma laguna conocí a Edgar, quedamos a las 11h de la mañana para irnos hacia Ometepe, pero esto os lo cuento en el siguiente capítulo.
Os echo mucho de menos pero no tanto como para volver.

Love

Willy

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